sábado, 20 de septiembre de 2014

Capítulo II

En Luvina (no sé cómo es la cosa en otras partes del mundo), la mayoría de quienes se presentan como intérpretes de blues parten de terquedades chovinistas y delirios de grandeza, así como de un reiterativo y fastidioso anhelo de movimiento local, endemias que generan deformidades espantosas, cosas sin memoria, piezas incomprensibles sin posibilidad de ocupar un espacio en la historia del género.

No es el caso de Las Señoritas de Aviñón, cuya clave está en las palabras interpretación y creación.

Interpretar no significa copiar, no significa reproducir, sino representar, con el término asumido desde la perspectiva dramática, litúrgica: volver a presentar, devolver al presente la realidad del mito.

Porque el blues nació de hechos históricos y en una geografía específica, con lugares de tierra y personajes de carne y hueso. El blues es cierto. Sin embargo y muy pronto –en menos de medio siglo- se transformó en un suceso estético que retrata hoy la condición humana y adopta, por eso mismo, la naturaleza del mito.

El mito es un instante atemporal que vive aletargado o nada en estado larvario en esa zona del individuo donde se almacena la materia prima de todos nuestros sueños, de todos nuestros ensueños y de todas nuestras ensoñaciones.

El blues (aquí me refiero al estado del alma) es un mito, y por eso se ha vuelto una referencia universal: personas de todo el mundo encuentran en la música que lo re-presenta (y que intenta neutralizarlo) una posibilidad de autobiografía.

Pero representar requiere, como en el teatro, de un esfuerzo mayúsculo. Y Octavio Herrero, a quien conozco desde hace cuarenta años, bien que lo sabe, porque en los setenta fue lector atento de Constantino Stanislavsky: vivir la música más allá del gusto y de las capacidades como ejecutante de un instrumento; vivir la música como una verdad, como un acto epifánico que reconstruye el mito y lo vuelve presente.

El blues –advierte Octavio- se canta cuando uno está mal, y algo hay de verdad en eso; pero se canta como una medicina para estar bien.

En el teatro, el instrumento es el cuerpo. En la música, también, porque el instrumento musical es apenas una extensión del cuerpo, extensión bendita, es cierto, pero extensión solamente. Quien no conoce su cuerpo  difícilmente podrá tocar un instrumento, y eso lo sabe cualquiera de las habitantes de un burdel filosófico –como llamó Apollinaire al cuadro de Picasso que da nombre a la banda de la que hoy hablamos.

Aunque no basta con conocer el propio cuerpo: se requiere paciencia, disciplina y necesidad real de expresarse a través de la música, para descubrir hasta el tuétano mismo el momento del acto creativo.

El intérprete de blues es, o debe ser, un artista, un re-creador.

Stanislavsky lo diría con palabras que hoy incomodan a muchos, en este mundo donde la utilidad y la ganancia definen las relaciones humanas. Stanislavsky, digo, hablaría de honestidad, honestidad del músico consigo mismo y con su arte; hablaría de un músico que trabaja sobre la verdad (esto también suena a Bertolt Brecht y a Julio Cortázar, quien llama a los músicos de jazz “los intercesores” –pero del jazz de las Señoritas hablaremos más adelante).

El músico es un médium. ¿Y en qué piensa un médium cuando está en trance, cuando ejerce su labor de intermediario? ¿En qué piensan nuestras Señoritas? No sé, pero sí sé que, al momento de tocar la música, ellas/ellos no están en su sano juicio, no están en sus cabales, están idas, son sibilas, pitonisas, ebrias de sí mismas. Han inhalado los vapores de la belleza, y ya les ganó la risa.

Tanto para Picasso como para nuestra banda quinceañera, la palabra “señoritas” es un sarcasmo: estamos hablando de putas. Y para una puta que se respeta es necesario, más que el talento, el método.


Desde sus orígenes y hasta el día de hoy, Las Señoritas de Aviñón tocan el blues con método, con pasión y con verdad.

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