viernes, 26 de septiembre de 2014

Capítulo III


A fines de los noventa, un grupo de amigos formó una banda de blues, de puro blues. Francisco Javier García, en la batería; Jaime Holcombe, en una guitarra; Jorge Escalante, en el bajo; Iván Lombardo (q.p.d.), en la armónica; y Octavio, en la otra guitarra. Más tarde, entrarían Eduardo Escalante, Claudia Ostos y Claudia de la Concha, él en el saxofón y ellas en las voces.

Desde entonces y hasta la fecha, el grupo ha vivido no sólo la salida de algunos de sus miembros (Iván, Jorge, Eduardo y las Claudias) sino también la llegada de otros músicos: Javier Gaona (bajo), Stanislaw Raczinsky (vientos y teclados ocasionales) y Héctor Jesús Fierro (guitarra), quienes se integran a la banda como protagonistas de su refundación y como tripulantes de una nave que se transforma continuamente y viaja con paso acelerado hacia la destreza y el refinamiento de sus propias creaciones.

Hay en Luvina diversas especies de tañedores de guitarra, infinidad de sopladores de armónica e igual número de tamborileros, muchos sin arte ni talento, otros sin memoria histórica, varios sin oído ni vergüenza, algunos patéticos y cavernícolas; también andan por ahí los versátiles, los fúnebres, los soporíferos, los desorientados, los anquilosados y gordos de soberbia, los insubstanciales, los penajenianos y los pirómanos rupestres. Sin embargo, hay también bandas asombrosas (que dan sombra y que causan maravilla): una de ellas es, por supuesto, Las Señoritas de Aviñón, con un caldo peculiar que hierve y sale de esa vulva inmensa llamada belleza.

A la entrada de la página de Ruta 61, se lee o se leía: Uno es lo que uno escucha (afortunada afirmación de Octavio). Con base en esa afirmación, me atrevo a decir que yo me he convertido poco a poco en una señorita feliz.

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