lunes, 20 de octubre de 2014

Capítulo VII

¿Y por qué se llaman como se llaman 
Las Señoritas de Aviñón?

Siempre surge la pregunta entre el público, pero nuestras Señoritas nunca atinan a dar una respuesta satisfactoria.

Las Señoritas de Aviñón toman su nombre del óleo que Picasso pintó por ahí de 1906 y que es punto de partida del cubismo (por ende, paradigma de la vanguardia artística de principios del siglo XX). El título fue puesto por el poeta André Salomón (Pablo Picasso lo había llamado El Burdel de la Calle de Avinyó, referencia a conocido puticlub barcelonés de aquel entonces).

Pero no se trata sólo de una declaración vocacional ni tampoco de una relación temática (los rostros de las dos mujeres de la derecha parecen máscaras africanas), es también una forma de ligar al blues y al jazz con la obra definitoria en la revolución artística del siglo pasado y en el rompimiento con la perspectiva renacentista.

Déjenme citar a John Berger. Él se refiere al cubismo, pero voy a adaptar sus palabras al blues. Díganme si no es lo mismo: 

“El blues creó la posibilidad de que la música revelara procesos, en lugar de entidades estáticas. El contenido del blues consta de varios modos de interacción: la interacción entre los diferentes aspectos de un mismo suceso, entre el espacio lleno y el espacio vacío, entre la estructura y el movimiento, entre el auditorio y la cosa escuchada. Ante un blues, buscamos su sinceridad; ante una pieza de jazz, lo que debemos preguntar es si continúa”.


Y ahora que Las Señoritas tienden hacia el jazz, Berger se vuelve más revelador, e igualmente luminosas son las palabras de Apollinaire (quito cubismo y pongo jazz y blues): “Si queremos expresarnos de un modo absoluto, la música auténtica sería el arte de ejecutar nuevas composiciones con elementos tomados no de la realidad del oído, sino de la concepción mental”.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Capítulo VI

Jaime Holcombe

Como pocos, Jaime Holcombe sabe lo que hace con su voz. Moondance y Mustang Sally son, cuando las canta Holcombe, obeliscos de cristal cortado que se levantan en una tierra plana cuyos habitantes creen que la laringitis, la hipertrofia de los cornetes, la hemangioma nasofaringea, la desviación septal o la sinusitis etmoidal son suficientes para cantar blues. No, no y no: hace falta la fuerza de tipos como Jaime, que reúne en su garganta todos esos atributos y los explota mientras pela los ojos de su timidez.

Homenaje personal a Holcombe: a veces, cuando escuchaba a Jaime, movía yo mi vaso de whisky para aplaudir con mis hielos a mitad de la canción.


Jaime tocó por última vez como miembro de Las Señoritas el viernes 15 de junio de 2007.

Iván Lombardo

Iván se fue de las Señoritas y luego, el 16 de abril de 2008, a las 4 de la tarde, se fue de todo. Ya me voy, antes de que me vayan, me decía Iván al despedirse, siempre sin dejar de sonreír.

¿Cuándo fue la última vez que tuve la oportunidad de abrazar a Iván y conversar con él? Sé el lugar (Ruta 61). Trato de imaginar con la memoria ese momento. Aparece la sonrisa del armonicista.


Iván y yo no fuimos amigos íntimos, pero siempre hubo en nuestros encuentros pruebas de simpatía y admiración mutuas, adobadas con apacibles conversaciones sobre música y literatura. Más que muchos de nosotros, él fue un melómano ecléctico, así que cuando me tocaba abrazarlo -o intentar abrazarlo en su voluminosa delicia- reconocía en su apretón cariñoso -absolutamente cierto, absolutamente sincero- cuál era mi porvenir inmediato: enterarme de una nueva producción discográfica o de un libro recién editado.

sábado, 11 de octubre de 2014

Capítulo V

Recuerdo las dos primeras presentaciones de Las Señoritas de Aviñón a las que acudí: en Los Goliardos (en el centro de Tlalpan, exactamente donde están los arcos) y en un pequeñísimo local, a un lado del Cine Lido (que hoy es la Librería Rosario Castellanos del FCE). 

De la segunda, Javier García nos da la fecha exacta y el nombre del lugar: viernes 17 de diciembre de 1999, en el Hatch’s. 

A fe del mismo Javier, fue entre mayo y octubre de 1999 que Octavio Herrero, Jaime Holcombe, Jorge Escalante, Javier García, Eduardo Escalante e Iván Lombardo decidieron reunirse y formar un ensamble de blues, al que llamaron así, Las Señoritas de Aviñón, nombre que se ha conservado hasta el presente.

A esa primera tocada asistió, entre otras personas que abarrotaron el pequeño espacio, el poeta David Huerta, hijo del gigante Efraín Huerta (uno de cuyos poemas, La Rubita del Metro, milonga triste, fue musicalizado en los ochenta por Octavio). 

Esa noche del Hatch's, yo tomé dos cervezas tibias, al tiempo que escuchaba la música, sin imaginar que Las Señoritas de Aviñón se convertirían, con el paso del tiempo, en una de las bandas más importantes de la ciudad.


Durante un tiempo, fungí como Subdirector de Servicios Sociales y Culturales de la Delegación Benito Juárez, así que el jueves 24 de agosto de 2000 llevé a Las Señoritas al Centro de Desarrollo Social Mixcoac (Cellini y Giotto). Esa tarde, la banda compartió el escenario con un grupo de surf llamado Aguamala. 

Pocos días después, Las Señoritas se presentaron dentro del programa dominical del Parque de los Venados.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Capítulo IV


Durante su primera época, Las Señoritas de Aviñón dividieron su repertorio en dos campos: por un lado, el blues apasionado, visceral y melodramático (Robert Johnson); por el otro, la música desenfadada, alegre y festiva (Louis Jordan). En medio, como puente por el que transitaban, aparecía el blues de Chicago, que a fin de cuentas es el que más peso tiene en la memoria de los amantes del blues en México.

Las Señoritas se encontraron más de una vez en el punto medio de ese puente. Por ejemplo, al interpretar Wang Dang Doodle, no a la manera de Koko Taylor sino con un estilo que aún no sé definir.

Me atrevo a decir que T-Bone Walker es el hilo que unió durante un tiempo las dos caras de la banda (su primer disco inicia, a propósito, con Stormy Monday).

T-Bone Walker no es un compositor de blues desgarrador: el eje de sus canciones no es la expresión abierta del dolor, al contrario, el humor está siempre presente, así sea en un solo verso, en una frase musical, en un simple acorde, cosas estas dos últimas que recogen Octavio Herrero y Héctor J. Fierro con sus respectivas guitarras, y que, antes, marcaron el camino de B.B. King y del mismo Chuck Berry, reyes ambos no de la melancolía sin remedio sino del remedio para la melancolía, cada uno en su respectivo territorio.

El humor de T-Bone Walker es el de quien se burla de sí mismo en el desconsuelo, incluso en lamentos como Stormy Monday, o en la gracia que se saca del bolsillo para soportar los malos momentos. Pensemos, por ejemplo, en la letra de T-Bone Shuffle, canción que también se encuentra en el repertorio de Las Señoritas, para comprender que a su autor le gustaba el relajo y reconocía las delicias de la vida.

Hay, es cierto, una lectura histórica y social de Stormy Monday (el impacto que produjo en 1947, al reflejar la cruda depresión de la posguerra); pero su universalidad se da al reconocer en unos cuantos versos la experiencia del amante abandonado. Y la tristeza colectiva se vuelve alivio individual, lo que a fin de cuentas es una luz de esperanza: si un sentimiento puede retratarse, significa entonces que tiene fin, que es momentáneo, que no es para toda la vida.

Stormy Monday es la canción de un tipo alegre a quien le irrita mucho no estar alegre: Quiero, Señor, que me devuelvas a esa mujer, no tanto porque la ame sino porque con ella estaba yo muy contento.

Recomiendo escuchar la canción en voz del autor y tocada por él mismo, porque a partir de esa experiencia se descubre nítidamente uno de los estilos que más huella han dejado en Las Señoritas.

Quien haya sido víctima pasional del desamor, entiende la profunda tristeza de la que habla T-Bone Walker en su Stormy Monday: una mujer lo ha abandonado y todo adquiere entonces el color de la muerte y la desolación.  

-¿Y ahora qué hago? ¡Tan bien que me la estaba pasando!

¿Cómo son las tardes de domingo? ¿A qué tormentas se refiere la canción? A la muda tormenta de una alma mal tratada que se descubre vacía, inútil, agotada, sin vida.

Domingo. Por la ventana se cuela la luz de un sol tibio, desganado, luz ambarina que lenta se unta en el suelo y en la pared del pasillo. La luz deja en el aire una franja de polvo que flota y titila en silencio. Sólo se escucha el motor del viejo refrigerador, y no sucede nada. Sólo sucede el tiempo, indolente y definitivo. Y el domingo es lunes, martes, miércoles, jueves… El tiempo se vuelve pastoso y cada uno de sus minutos son gotas pesadas de nostalgia y melancolía. El tiempo es lodo, y el lodo permanece por efecto de una pertinaz lluvia de aflicciones y desconsuelos apenas apaciguada por la paga del viernes (the eagle flies on friday) y la música del sábado (saturday I go out to play).

Para quien vive el abandono, toda la semana se vuelve un eterna tarde de domingo sin quehacer, mejor dicho, sin capacidad de hacer.

Es el blues.

Y, sin embargo, con el blues siempre hay algo que hacer. 

Porque no estamos ante el spleen europeo, ante el hastío burgués fruto del pensamiento romántico. 

El blues, este blues, no es aburrimiento o hartazgo de clase, es dolor llevado al extremo, un estado del alma que lastima el cuerpo pero no lo inmoviliza. Es la infelicidad, el abatimiento, el casi desánimo. Se trata, a la vez y solamente, de un sentimiento transitorio de tristeza y desilusión, adecuado y proporcional al estímulo que lo origina, con una duración breve que no afecta la esfera somática (¡T-Bone Walker va a cobrar su salario, va a tocar el sábado... y el domingo se presenta en el templo!).

El spleen es burgués. También lo son la saudade y la melancolía. Spleen, saudade y melancolía causan modorra y un arrullo de quejumbres gatunas, arroyo de suspiros; la mirada se pierde en el vacío, la mano zapea frente al televisor, dan ganas de opio para quedarse una temporada en el infierno de Rimbaud. 

El blues, en cambio, pertenece a la clase trabajadora, que no conoce otras formas de curarse más que el trabajo y el relajo. 

En 1862, a sus 41 años, Charles Baudelaire escribe El spleen de París, pequeños poemas en prosa que definen su alma fatigada de ser. Leamos, para ejemplo, el poema XLI (no se considere como una grosera pedantería la transcripción del original, sino como una invitación a escuchar la voz del poeta):


Un port est un séjour charmant pour une âme fatiguée des luttes de la vie (…) Et puis, surtout, il y a une sorte de plaisir mystérieux et aristocratique pour celui qui n’a plus ni curiosité ni ambition, à contempler, couché dans le belvédère ou accoudé sur le môle, tous ces mouvements de ceux qui partent et de ceux qui reviennent, de ceux qui ont encore la force de vouloir, le désir de voyager ou de s’enrichir.

Un puerto es un lugar encantador para el alma fatigada de luchar por la vida. (...). Además, y sobre todo, hay una especie de placer misterioso y aristocrático para el que no tiene ya ni curiosidad ni ambición, en contemplar, tendido en un mirador o acodado en el muelle, toda esa agitación de los que parten y de los que regresan, de los que tienen aún fuerzas para querer, deseos de enriquecerse o de viajar.

El blues no te lleva al puente (Bleeding Gums Murphy es una caricatura), sino al deseo de escapar del abatimiento a gritos y con risas, como lo hace Aaron Thibeaux Walker, quien tiene 37 años cuando presenta al mundo su Stormy Monday...


Se habla del lunes tormentoso, pero el martes y el miércoles son peores, y el jueves no se diga: dolorosamente triste. Voy a cobrar el viernes, y el sábado salgo a tocar. El domingo voy a misa, me arrodillo y rezo: ¡Señor, ten misericordia de mí! Busco a mi niña, ¡regrésamela, por favor!



Insisto, una cosa es el spleen y otra el blues, dos estados del alma harto diferentes pero igualmente capaces de producir belleza desde el corazón de músicos y poetas verdaderos. Sin embargo, más vale no confundirlos. El blues se vive en la cama, en la calle y en el trabajo (o en el desempleo). El spleen se ahoga en el Sena, se sangra en el verso o se apoltrona en el diván del psicoanálisis.



Reconsidero la distancia entre el blues y el spleen. Hay un lugar que los convoca y los acerca: el burdel. El burdel es el cruce de caminos donde alguna vez podrían encontrarse Robert Johnson y Charles Baudelaire.